Esta mañana tengo nuevo compañero de caminata - ¡sí, es él!
El gran Quique (bueno, debería decir Kike con K según su ortografía vallekana) se anima a salir conmigo a patear las playas del Sardinero y los jardines de Piquío (¿o debería decir 'Pikío'?)
La mañana está incierta e incluso nos llueve un poco, pero como nos dice un gasolinero, se va a arreglar enseguida.
El desayuno del Santemar es como el hotel, del tipo masivo: sala enorme, cientos de personas, mucha cantidad y variedad. Pero resulta efectivo.
Bajando a desayunar, uno de los momentos del verano que se convierten en clásicos familiares - cuando se abre la puerta del ascensor, una señora tipo IMSERSO con una voz desagradable y un gesto hostil en las manos, gritando '¡Compleeeto!'. Bajamos un piso andando... y ahí está otra vez!
Decidimos pasar la mañana visitando la ciudad mientras despeja el cielo, y ganarnos la playa de la tarde. Empezamos, no podía ser de otra manera, por la sede del Santander en el Paseo de Pereda (al fin y al cabo, el Banco tiene cierta responsabilidad acerca de la existencia de los tres de la foto). Un recuerdo a don Emilio, el 'padrino' de la ciudad,
En el Paseo y en la Plaza Porticada (me parece mentira haber ido a algún concierto del Festival de Música hace treinta años, cuando no había Palacio de Festivales) hay un mercadillo de libros de ocasión, y otro de artesanía. Para mi sorpresa, entre uno y otro echamos más de una hora. Laura compra poesía, a Quique le cojo la Isla del Tesoro bilingüe (me mira raro)... y en donde la artesanía, nos gusta el Juego de la L, unas piezas de madera con las que se puede jugar en el coche.
Nos damos un paseo por el Mercado, y empezamos a descubrir uno de los fenómenos más destacados de las ciudades del norte: hay una cantidad desmesurada de heladerías (una cada cincuenta metros en el Paseo)... y lo que es peor, los paseantes que van tomando un helado parecen ser mayoría absoluta!
Después de asimilar un descubrimiento sociológico de tal magnitud, nos tomamos unas rabas en una terraza de Hernán Cortés, y volvemos al hotel. La tarde ya está estupenda, nos falta tiempo para bajar a la playa del Sardinero (bueno, Laura decide quedarse un rato a dormir la siesta)
La playa está fantástica, y surferos y bañistas compiten por las zonas que marcan los socorrista de la Cruz Roja (que, por cierto, en estas playas se ganan el sueldo colocando banderas de separación).
Como los últimos días no ha hecho bueno, el Sardinero está abarrotado, incluyendo un grupo de bañistas de época que celebran una despedida de soltera (aparentemente más inofensiva y menos alcohólica que lo que parece ser la moda de estos eventos hoy en día).
Cuando he mirado mi App de mareas, veía una pleamar de 4 metros a las siete, y no le presté mucha atención - pero la marea se convierte en la protagonista de la tarde, y acaba expulsando de la playa a media población. Nuestras toallas acaban caladas - menos mal que son del hotel! (una de las mejores características del Santemar, que me apresuro a agradecer en Booking)
Una vez secos y cambiados, enfilamos el coche de nuevo hacia el paseo de Pereda. Esta vez quiero llegar a la plaza de Cañadío, templo mitológico de nuestra juventud, con algunos de los mejores bares de la historia del mundo - no puedo evitar esta foto frente al Ventilador, el más legendario de todos, y mándarsela a las sisters, conocidas entonces como las esponjas del Cantábrco, nunca supe por qué.
Comprobamos que Santander no ha perdido su energético ambiente callejero: gente de todas las edades, bronceados, arreglados y alegres, que llenan todos (y digo bien: todos) los locales de Cañadío y alrededores.
Después de varios intentos, encontramos milagrosamente una mesa vacía en ... la Cruz Blanca! (sí, como la que acaba de cerrar en Goya - descanse en paz). Y acabamos cenando un tremendo surtido de salchichas, típico producto santanderino como todos sabeis.
La vuelta tiene su momento cómico-embarazoso: nos pasamos un cuarto de hora intentando encontrar el coche en el parking de Infantas, e incluso pido ayuda a un empleado porque la máquina no me lee la tarjeta... hasta que me dice que esa tarjeta no es de ese parking (?!). Y es que habíamos ido varias veces al centro, aparcando en Matías Montero o en Infantas, y no, no era allí.
Mientras volvemos a Matías Montero, los chicos explotan inmisericordes el declive senil de su padre (para eso están los hijos) - pero el puerto deportivo está precioso con la luna arriba, el palacio de Festivales al fondo, y los jóvenes burlones delante de mí - y me alegro de pasar una segunda noche en Santander. La ciudad ideal para un verano norteño, alegre, culta, vital y playera como ninguna... aunque sí, es cierto: aún no he conocido San Sebastián.
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